miércoles, 21 de septiembre de 2011

El lápiz




Salimos perdiendo… Salimos ganando…

Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…

Se lo llevaron todo y nos dejaron todo…

Nos dejaron las palabras.

Pablo Neruda "La palabra",

en Confieso que he vivido.

 

 

 

Versátil, así es este sencillo objeto que posee la doble propiedad de servir para construir y ocasionalmente para destruir. Su naturaleza de origen vegetal y mineral lo define como algo sin personalidad y sin autonomía para actuar. Por lo tanto queda relevado de toda responsabilidad por las palabras que con él se han escrito en nombre de la justicia y de la traición, de la paz y de la guerra, del amor o del odio.

 

Ignorado hasta que se le vuelve a necesitar lo podemos encontrar tirado en algún lugar de la casa o en el fondo de un cajón oscuro a donde fue a parar la última vez que alguien se sirvió de él. Como todo buen invento tuvo su momento de gloria y a partir de entonces el mundo que lo conoció no volvió a ser el mismo. Contabilizar todo lo escrito por la humanidad desde que se plasmaron los primeros trazos sobre la piedra es imposible. Sería como contar estrellas en el firmamento.

 

Cuántas cartas, tratados y acuerdos se han redactado para que la vida, la que todavía nos sigue pareciendo complicada, se pudiera desarrollar en sociedades organizadas y civilizadas. Recordemos que tres mil años antes de nuestra era ya existía una forma de escritura entre los sumerios que vivieron y se desarrollaron en la parte sur de lo que hoy día se conoce como Irak. Quiere decir que hace más de cinco mil años que sabemos escribir, no de la manera que lo hacemos hoy día, pero sí con símbolos y significados propios de cada época.

 

El lápiz aparece en su forma rudimentaria alrededor de 1565 en Inglaterra donde se registran las primeras referencias acerca de un instrumento fabricado con granito que servía para escribir. Desde entonces no hemos parado de llenar toneladas de papel con letras y signos. Por ejemplo, las cartas de amor que antes de que apareciera el teléfono era el único medio que teníamos para expresar de manera confidencial nuestras pasiones por el ser amado.

 

Cuántos romances se vivieron y se padecieron a través de esas cartas que dejaron sus huellas impresas en el papel para la posteridad. “Manuel: Tu carta debió llegar ayer y llegó hoy en la noche. Me he puesto tan contenta de saberte tranquilo y afectuoso. Vuelvo a decirte: No tienes derecho a llorar lejos de mi pecho. Guárdamelo todo —amargones y amor— porque todo cabrá en mí y porque no quiero que nada tuyo se pierda en otras manos, ni siquiera la sal de tus lágrimas. Sed tengo de ti y es una sed larga e intensa para la que ha de guardarte intacto”, le escribió Gabriela Mistral en 1916 a su amado, el poeta chileno Manuel Magallanes Moure.


Y qué decir de los poetas que han dejado escrito incontables versos para cantarle a la vida y a la muerte, al amor y al desamor. “Que nadie me profane la muerte con sollozos, ni me arropen por siempre con inocente tierra; que en el libre momento me dejen libremente disponer de la única libertad del planeta”, dijo Julia de Burgos en su Poema para mi muerte.

 

Que habría sido de la Historia, la Ciencia y el Arte, si los aficionados a estas disciplinas hubieran carecido de un instrumento que les ayudara a dejar grabado sobre el papiro o sobre el papel todo lo investigado, todo lo descubierto y todo lo pensado por ellos. Ningún otro invento —quizá el de la rueda— ha causado un impacto tan prolongado y relevante.

 

Gracias al francés Jaques Nicolás Conté el lápiz se consignó en 1792 como uno de los inventos más preciados, no sólo por su utilidad, sino también porque puso en manos de la gente una herramienta que por mucho tiempo fue privilegio de unos pocos. Imaginemos cuán significativo fue para el ciudadano común poseer uno, aunque no supiera usarlo. Era la primera vez en sus vidas que participaban de un invento tecnológico de primera línea.

 

Por eso dije al principio que es difícil imaginar el mundo antes del lápiz. Las vidas que se salvaron y las que se perdieron porque no llegó a tiempo la nota que exoneraba de castigo al condenado a morir en la horca o en el paredón. O, las veces que un papelito deslizado por debajo de la mesa alertó sobre la proximidad del ejército invasor.

 

No es necesario esbozar más argumentos para dejar establecido que el lápiz es un invento maravilloso. Supongo que su invención no fue bien vista por aquellos que durante siglos fueron dueños absolutos del conocimiento y de la verdad (de su verdad). Cierto es que gracias a este insignificante instrumento la gente pudo, lápiz en mano, reclamar su derecho a opinar y a escribir en abierto desafío al autoritarismo y a la censura eclesiástica. Al fin tuvieron en su poder un arma más efectiva y contundente que la espada, la palabra escrita.