Todo empieza con una sola célula. La primera célula
se divide para convertirse en dos, estas dos se convierten
en cuatro y así sucesivamente. Justo después de 42
duplicaciones, tienes 10,000 billones de células en el
cuerpo y estás listo para aflorar como un ser humano.
Bill Bryson, Una breve historia de casi todo.
Viajemos al pasado, hasta los inicios de la especie, cuando nuestros ancestros carecían de significados para interpretar el (su) mundo. Aquel mundo donde la mueca y el gruñido se fueron transformando lentamente hasta dar paso a las primeras palabras. Estos seres, todavía peludos y peludas, no conocían la dicha ni la desdicha. Tampoco tenían otro propósito que no fuera sobrevivir y multiplicarse obligados por el instinto.
Lo dicho antes contrasta con la mayoría de las historias y relatos cosmogónicos que narran cómo comenzó todo. Una de esas historias cuenta que el dios de Moisés después de haber creado cielos, tierra y mares, decidió tomarse un breve descanso. Luego, con las energías renovadas y el entusiasmo que lo caracteriza, se embarcó en una nueva empresa esta vez más delicada y comprometedora: crear al hombre.
Dice la leyenda que dios utilizó su propia imagen como modelo para crear a un hombre que llamó Adán, y así sin rodeos ni protocolo quedó inaugurada la especie. Después hubo que darle compañía al señor Adán y dios generosamente le dio a Eva. Lo demás es historia.
Pero el asunto de la creación es mucho más complejo de lo que soñó el amigo Moisés mientras hilvanaba y escribía su Génesis, así es que por el momento lo dejaremos pendiente. Hasta aquí hemos cubierto un breve período de 2.5 millones de años transcurridos entre el primer Homo y el Homo sapiens. Somos simios desarrollados parientes cercanos del chimpancé y el orangután con el que compartimos rasgos comunes (58 encontrados hasta ahora), la capacidad de sonreír y la habilidad para utilizar herramientas rudimentarias.
Con nuestro primo lejano el chimpancé compartimos el 99% de los ácidos componentes de las proteínas. Los estudios del ADN mitocondrial indican que la separación de las ramas evolutivas del hombre y del chimpancé datan de unos siete millones de años. Quiere decir que nuestro antepasado común vivió hacia esa época mientras ocurría la separación y mientras cada grupo escogía un camino evolutivo distinto.
Según los paleontólogos y otros estudiosos de nuestro origen hace aproximadamente 100 mil años que nuestros antepasados directos comenzaron a moverse por la Tierra. Desde entonces algunas especies de primates abandonaron su vida arborícola y se desplazaron hacia las sabanas. Otro aspecto evolutivo significativo que marcó para siempre el desarrollo de aquellos seres fue la bipedación que les permitió erguirse y tener mayor visibilidad y control de su entorno.
Inicié el escrito con una breve, brevísima, explicación de la transición que nos condujo a través del camino de la evolución. Sin embargo, a muchos les complace creer que hemos sido humanos desde siempre aunque las evidencias materiales indiquen lo contrario. Es precisamente nuestra animalidad, esa parte de nosotros que regularmente reprimimos, la que nos recuerda a través de los instintos, principalmente del sexual, que estamos hechos de material biológico y que sentimos y padecemos las mismas necesidades fisiológicas que el resto de los seres animados.
Lo humano comienza a manifestarse a partir de un largo proceso evolutivo que estuvo matizado por la comprensión del entorno y por la capacidad de pensar y de comunicarnos. «Lo humano se da en el lenguaje» dijo el biólogo chileno Humberto Maturana. Así ha sido como hemos dado sentido a la existencia y nos hemos reconocidos como individuos dentro y fuera del clan.
Ser humanos implica poseer todas las capacidades físicas y mentales (pensar, comunicarnos, emocionarnos, sentir y percibir lo que sienten los demás, etc.) que nos distinguen de otras especies. Sabemos que existimos porque tenemos autoconsciencia de esa existencia y de esa experiencia y esto es lo que hace posible el proyecto humano.