jueves, 23 de febrero de 2012

De médicos y de gallos



 

 

Allí donde el arte de la medicina es cultivado,

también se ama a la humanidad.


Hipócrates

 

 

 

La medicina, como la conocemos hoy día, es el resultado de muchos años de estudios e investigaciones. Excepto por unos pocos accidentes (afortunados y desafortunados), el desarrollo de las ciencias en general se debe al esfuerzo del intelecto humano. Ahora vivimos más y padecemos menos sufrimientos corporales y mentales que un siglo atrás gracias a los adelantos en el campo médico.

 

Los antiguos egipcios llamaban a los médicos «el hombre de los que sufren o están enfermos» (Sun-Nu). En el pasado fueron muchos los que murieron en manos de una incipiente y rudimentaria medicina que por milenios dependió de la buena voluntad de los dioses y de la osadía de curanderos y chamanes que invocaban a los espíritus de la naturaleza para que vinieran en auxilio de sus pacientes.

 

A Hipócrates, precursor de la medicina moderna, le causaría asombro ver cómo ha evolucionado el arte que él practicó con pasión y al que dedicó gran parte de su vida. Así es que no nos debe sorprender que muy pronto, antes de que concluya el siglo XXI, veamos caminar por el pasillo del hospital a un androide que diagnostica y recomienda tratamientos a sus pacientes humanos. Pero a los robots les falta (todavía) el microchip de la sensibilidad así es que por el momento están incapacitados para saber que es el dolor y el sufrimiento.

 

Cuando acudimos al consejero espiritual, al psicólogo o al juez, esperamos de ellos un comportamiento personal cónsono con la moral que predican. Además, se presume que en sus vidas privadas piensan y actúan del mismo modo. Un comportamiento similar se espera del salubrista, que por encima de todo sea sensible y respetuoso de su oficio. Al leer el título usted se habrá preguntado ¿qué tienen que ver los gallos con los médicos? Pues le digo que más allá de que Hipócrates dijera en uno de sus escritos que el ave era una de las carnes preferidas de los griegos, no he encontrado ninguna otra referencia que asocie a médicos con gallos. Si embargo, la historia que sigue a continuación responderá la interrogante.

 

En verano de 1993 mis tres hijos enfermaron y tuve que llevarlos al pediatra. Sin referencias previas llegamos a la oficina del doctor X (a quien mantendré en el anonimato). Al entrar a la consulta me llamó la atención un grabado que colgaba de la pared donde aparecían dos gallos enfrentados con las alas abiertas, el cuello extendido y las patas arqueadas hacia el frente mostrando las afiladas espuelas. Detrás de los ejemplares se destacaban los símbolos patrios, la bandera y el escudo sobre un mapa difuminado del país. La intensión y el mensaje del cuadro no dejaban espacio para dudas sobre la verdadera pasión del doctor X.

 

Después de responder a las preguntas de rigor me dediqué a curiosear por el consultorio. Tuve la impresión de encontrarme en el laboratorio de un ornitólogo ya que el lugar estaba adornado con figurillas de gallos, fotos de ejemplares peleando y trofeos ganados a través de los años. Pero lo que más me causó asombro fue aquel ejemplar disecado que descansaba sobre un pedestal de madera al pie de la ventana. Entonces comprendí que me encontraba en el lugar equivocado. Quise salir corriendo pero tuve que aguantar hasta que el gallero dio su diagnóstico. Por demás está decir que después de aquella experiencia no volvimos a pisar aquella oficina.

 

Sospecho que la afición por las peleas de gallos o al boxeo se origina en la parte más primitiva del cerebro. Creo que azuzar a dos animales para que se enfrenten hasta la muerte o incitar a dos seres humanos para que se destrocen la cara a puñetazos nos aleja de la civilidad que con tanto esfuerzo hemos construido. Por eso discrepo de aquellos que opinan que ambas actividades ayudan a canalizar o trasmutar las emociones negativas. No me parece que esa es la mejor manera de alejarnos de la agresividad. Le digo a los que defienden esta idea que pecan de ingenuos o de tontos. Además, está claro que los que apoyan este comportamiento no se han subido a un cuadrilátero y tampoco se han enfrentado a un perro entrenado para matar a mordiscos.

 

Durante un tiempo le di vueltas al asunto sin llegar a entender cómo se puede ser médico y gallero a la vez. No sé si mi crítica es muy severa, pero me parece inadmisible que la salud —mi salud o mi vida— queden en manos de una persona que siente placer con el sufrimiento de un animal o de un ser humano.