En el silencio me obligo a estar conmigo mismo.
Anselm Grϋn, monje benedictino.
Hace mucho tiempo que me pregunto por qué es tan difícil mantenerse callado, o dicho de otra manera, ¿por qué nos gusta tanto parlotear? Sobre los beneficios del silencio se ha escrito abundantemente, sin embargo, esta virtud no goza de popularidad. Permanecer en silencio parece imposible en un mundo que se torna más complejo y más complicado cada día. De todos modos intentemos mantener este diálogo libre de distracciones sin que otra voz —tal vez la de su mente— nos interrumpa.
Me preguntaba por qué es tan difícil mantenerse en silencio y creo que la contestación es porque somos seres sociales y necesitamos comunicarnos. Sin embargo, no siempre la comunicación es efectiva ya que en algunos casos genera más confusión. Por eso, es recomendable que nos detengamos unos segundos entre idea e idea antes de verbalizar nuestros pensamientos. Pensar antes de hablar reduce el riesgo de cometer imprudencias y economiza energías. El día tiene 24 horas, de las cuales siete u ocho se pasan durmiendo y el resto se dedican a las actividades cotidianas. Tenemos que hablar en la oficina, en la escuela, en el mercado y hasta cuando visitamos el templo para solicitar la gracia de los dioses necesitamos articular palabras.
Alcanzar el silencio es posible (no he dicho fácil) si somos conscientes de aquello que nos distrae y nos ocupa la atención. Cuenta la leyenda que Kikazaru, Mizaru e Iwuazaru fueron enviados a la Tierra por los dioses para que delataran las malas acciones de los humanos. Estos tres monitos, conocidos también como los tres monos sabios, simbolizan los principales canales sensoriales que nos mantienen comunicados con el mundo exterior.
Kikarazu no puede escuchar pero puede ver y hablar. Mizaru no puede ver pero puede escuchar y hablar. Por su parte Iwuazaru no puede hablar pero puede ver y escuchar. Aunque limitados por la falta de uno de los cinco sentidos logran complementarse. Así es como los sentidos colaboran entre sí para que la información recibida por el cerebro pueda ser procesada e interpretada.
Otra posible interpretación —en este caso personal— del simbolismo que se esconde detrás de la leyenda es que para alcanzar el balance emocional y vivir una vida provechosa es necesario ser prudentes al momento de escuchar, de ver y de hablar, sobre todo si se trata de cosas desdeñables. Ser ecuánimes (virtud de los sabios) es posible solamente si aprendemos a callar la mente y así evitar que los impulsos nos dominen. También es importante aprender a distinguir entre lo que es verdadero y aquello que no los es. Ver y observar no es lo mismo, y tampoco lo es oír y escuchar. Observar y escuchar pertenecen a un nivel superior de consciencia que se alcanza cuando se vive alerta.
Callar la mente es una tarea que requiere dedicación. Me contaba una amiga, instructora de yoga, que «una mente desordenada puede compararse con la gota de agua que cae del grifo y golpea continuamente el fondo de la pileta, molesta y molesta, jode y jode hasta la desesperación». Para alcanzar el silencio hay que entrenarse primero. Existen pocas cosas en el mundo que produzcan más ruido que la turbina de un avión o la locomotora del tren. Ambos aparatos requieren de una gran cantidad de combustible y de energía para moverse y cumplir con su función. Así es la mente, la más grande, poderosa y ruidosa máquina jamás conocida. Su ruido ensordecedor acapara todas las frecuencias e interfiere con cualquier otra señal que se origine fuera de ella. No importa si estamos despiertos o dormidos la mente se mantiene activa. ¿Sabe cuántos pensamientos han pasado por su mente desde que inició esta lectura? Tal vez decenas y usted no se ha enterado.
Mis problemas existenciales y los de Bill Gates son básicamente los mismos, excepto por un pequeño detalle de dólares y centavos que nos hace pensar que la vida de cada uno podría ser mejor. Pero ni los millones de Gates, ni mis modestos ahorros pueden serenar la mente. Entonces, qué podemos hacer para evitar que la maquinaria mental se dañe y nos deje abandonados a mitad del camino. Antes de intentar silenciar la mente hay que pasar primero por otros silencios. El proceso es muy parecido al que vive el infante cuando quiere comenzar a caminar. Primero tiene que aprender a girar sobre sí mismo hasta que los músculos de los brazos y piernas se fortalecen y puede gatear. Después de muchos intentos y caídas llega el día en que logra mantenerse en pie y dar sus primeros pasos.
Así es el proceso para entrenar la mente, lento, sin prisa y sin apuros. Comprendo que a la mayoría de la gente no le atrae la idea de dedicarse de lleno a la práctica de técnicas de relajación o de meditación. Muchos ni siquiera disponen del tiempo ni de la disciplina requerida para tales prácticas. Por mi parte prefiero ser mi propio instructor. Aunque no descarto que en casos extremos busquemos la ayuda de aquellos que iniciaron primero el recorrido y conocen mejor el camino.
Nos pasamos la mayor parte del tiempo interactuando con el mundo. Es incalculable la cantidad de palabras, imágenes, sonidos y sensaciones que entran a través de nuestros receptores nerviosos y se almacenan en el cerebro. La sirena de la ambulancia, el estruendo de un reguetón, la moto del vecino, la gente que habla (o grita) por el celular, todos haciendo ruido a la vez mientras nuestros oídos intentan modular el incesante bombardeo de ruidos.
Miremos el ojo. Varían en su forma y color pero todos cumplen con la misma encomienda: ver el mundo, ver la vida, ver lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, verlo todo. La mente se encarga de procesar esa información, digamos que es el sistema operativo del cerebro que sustrae la data del disco duro. Pero cuando los filtros fallan y la información deja de fluir correctamente aumenta el desorden, se bloquea el sistema y nos volvemos vulnerables. Cuando pasa esto es recomendable desconectarse, poner en off el interruptor para que la mente pueda experimentar el silencio y descansar.
Existen terapias y medicamentos que evitan que el organismo se enferme. Pues para la mente también se han desarrollado técnicas y “vacunas” que la protegen del deterioro. Aunque la mente posee autonomía, también es vulnerable. Toda máquina necesita mantenimiento para evitar el desgaste de sus distintos componentes. El motor del automóvil, la turbina del avión y la locomotora del tren, necesitan mantenimiento. La mente también se cansa y puede llegar a sufrir desgastes severos si no se le cuida. Por eso conviene permanecer en absoluto silencio por lo menos quince minutos cada día, sin hablar, sin escuchar, sin ver y sin pensar. Incluso, cuando nos damos cuenta que divagamos es porque estamos alertas y conscientes. Es como si le pusiéramos un cascabel al gato, cada vez que el cascabel suena sabemos que el gato se movió.
Para nuestra suerte somos la única especie que ha desarrollado la habilidad de hablar y de pensar. No quiero imaginar cómo sería si los otros animales —los irracionales— también hablaran. Además, si los perros hablaran no resistirían la tentación de chismorrear con todo el que le pase por delante mientras nosotros, sus amos, perderíamos el derecho a la intimidad. ¡Qué locura!
Por eso debemos ser agradecidos con aquellos que saben cuándo no deben abrir la boca, bien sea porque reconocen que no tienen nada significativo que decir, o porque al hablar delatan su ignorancia. Bueno, ya he hablado demasiado, así es que lo mejor que puedo hacer ahora es seguir mi propio consejo… callarme.