miércoles, 26 de junio de 2013

Aprecio y defensa de la lectura




Para los que opinan que los libros contienen

patógenos altamente contaminantes

y evitan su contagio.



 

Creo que parte de mi amor a la vida
se lo debo a mi amor a los libros.
Adolfo Bioy Casares
 
La confianza en sí mismo no es una donación ni
un atributo, sino el Segundo Nacimiento de la mente,
y no sobreviene sin años de lectura profunda.

Harold Bloom

 

 

 

Eran los tiempos de la adolescencia y el mundo me parecía inmenso, distante y misterioso hasta que un día, sin esperarlo, despertó en mí el amor por la lectura. Fue a partir de ese momento que se abrieron las puertas de un maravilloso universo que expande sus horizontes permanentemente. Desde entonces comencé a mirar el mundo con otros ojos, las distancias se acortaron y lo que una vez fue misterio comenzó a develarse.

 

Recuerdo que cursaba la secundaria cuando mi maestra de español me obsequió un libro. Era la novela de un escritor soviético del que se conocía muy poco. Nikolái Ostrovski nació en 1904 en Ucrania en el seno de una familia de obreros que vivían en condiciones precarias. En su novela cuenta la historia de un país y de una sociedad convulsionada por los dramáticos cambios que trajo consigo la revolución de 1917 encabezada por Lenin y que puso fin a la dinastía Romanov.

 

Abatido por las enfermedades y la ceguera pero con un espíritu indoblegable, Ostrovski comenzó a escribir en 1930 Así se templó el acero. Dos años después de su publicación el libro se convirtió en fuente de inspiración para miles de jóvenes simpatizantes de la revolución bolchevique en todo el mundo. Además del argumento, que me tocó profundamente, me conmovió la vida del autor que estuvo colmada de aflicciones físicas y mentales hasta que le llegó la muerte a los treinta y dos años.

 

Este libro fue mi primer gran amor literario… después llegaron otros amores. Era la primera vez que leía solo por placer, sin la presión de tener que presentar un informe de lo leído frente a mis compañeros de clase. Lamentablemente he olvidado el nombre de mi maestra pero todavía recuerdo su advertencia cuando me entregó el libro, «creo que es una lectura difícil y quizá aburrida para un joven de tu edad, pero si no es ahora, dentro de algunos años lo leerás y sabrás de qué se trata», dijo.

 

Sus palabras avivaron en mí el fuego de la curiosidad. Recuerdo que me entregó el libro al terminar la clase y esa misma tarde, auxiliado por el diccionario, leí de un tirón las primeras treinta páginas. Dos semanas después había concluido la lectura del libro que más lágrimas me ha costado. En aquellos tiempos sin computadoras ni internet, y con solo cuatro canales de televisión, la lectura ocupaba un espacio importante en nuestras vidas.

 

Crecí rodeado de adultos que gustaban leer. Uno de ellos era mi papá, que mantenía una pequeña biblioteca con una selección de autores hispanoamericanos de distintas épocas, diccionarios, la Enciclopedia Británica y tomos sueltos de los clásicos griegos. También estaba la Biblia, un libro que él leía con suspicacia y en cuyas páginas dejaba acotaciones sobre aquellos pasajes que sobrepasan los límites de la realidad. «Hay que leer todo lo que nos caiga en las manos, hay que leer para que no te cuenten», decía papá. Así se despertó en mí el deseo de aprender y de pensar con autonomía de criterio.

 

Los tiempos han cambiado y las estadísticas muestran cifras alarmantes sobre la cantidad de horas que pasan diariamente los niños y los adolescentes navegando en las redes o viendo la televisión. Los datos que ofrece la Universidad de Minnesota en un estudio realizado en 2007 coloca al 93% de los adolescentes estadounidenses entre los 12 y los 17 años utilizando el internet, incluso, navegando en las páginas prohibidas a menores de edad. Otro estudio de iLifebelt América del 2012 dice que en Latinoamérica la cifra de usuarios es de un poco más de 231 millones de los cuales el 50% se conecta todos los días. Es una realidad, el internet se ha convertido en una herramienta indispensable que si se utiliza adecuadamente facilita el acceso a la información y a un mundo que de otra manera sería muy difícil conocer.

 

Dice el educador y filósofo José Antonio Marina en La magia de leer que «estamos en plena era de la información y del conocimiento y necesitamos saber lo que ocurre. Se han detectado extendidas dificultades de la comprensión, lo que restringe el contacto con la realidad. El mundo de las nuevas tecnologías está fomentando el espejismo de pensar que estar conectado a grandes fuentes de información accesible resuelve todos nuestros problemas. No es verdad: esos bancos de información sólo son útiles a los que saben leer la información. Un burro conectado al internet sigue siendo un burro».

 

Sorprende el exceso de confianza que depositamos en los medios de comunicación. Al parecer ya no es importante comprobar el origen o veracidad de una historia, solo basta con estar informados, aunque dicha información conduzca al error. La desinformación y la propaganda actúan como un virus que disemina con gran velocidad hasta convertirse en epidemia. De esta manera la publicidad logra definir gustos hacia determinados productos, personajes e ideologías con el fin de manipular la voluntad del consumidor.

 

Retomemos la idea original. Se aprende a leer con técnicas, pero para entender lo que se lee hay que adiestrarse en áreas más profundas del saber a través de la reflexión, la deducción y la crítica. El crecimiento intelectual depende principalmente de la capacidad interpretativa del individuo y de como este aplica lo aprendido.

 

Una palabra aislada, huérfana, separada de sus hermanas, dice muy poco si no se la mira dentro del contexto que define su entorno físico, político, histórico, cultural o de cualquier otra índole. Para alcanzar una genuina comprensión de lo leído hay que entrar en el contexto. Cuando leemos «la casa» pensamos en la estructura física que sirve para la vivienda o el albergue, pero si extendemos la vista y vemos su contenido descubriremos que la casa también nos remite a significados y experiencias más sutiles.

 

Saber leer implica navegar en una dimensión que se construye a partir de signos, códigos, conceptos y abstracciones. Dichos elementos conducen al lector en un viaje de exploración y descubrimientos más allá de lo implícito en el texto. “Me gustan las casas que yo habité: tienen abiertos sus compases de espera: se lo quieren tragar a uno o sumergirlo en sus habitaciones, en sus recuerdos. Yo enviudé de tantas casas en mi vida y a todas las recuerdo tiernamente”, cuenta Neruda en Las casas perdidas.

 

Durante mis años de librero tuve la oportunidad de visitar decenas de instituciones educativas públicas y privadas de nivel medio y superior. En aquellas visitas solía reunirme con bibliotecarios y personal docente para mostrarle y recomendarle nuevas publicaciones. Recuerdo con asombro que, salvo contadas excepciones, los maestros que conocí mostraban poco interés por la lectura extracurricular. Así es que de vez en cuando intentaba animar las reuniones y proponía que conversáramos sobre literatura o temas afines pero nadie se animaba y me quedaba hablando solo con las paredes.

«El arte de enseñar es el arte de ayudar a descubrir», dijo el crítico y poeta estadounidense Mark Van Doren. La lectura es una de las principales herramientas didácticas de la que dispone el que se dedica a instruir y transmitir conocimientos. Por eso, en el caso de los educadores, la apatía por la lectura es imperdonable. Igual de imperdonable es para otros profesionales que después que obtienen un título universitario no vuelven a tocar un libro ni en sueños.

 

Hay que decir, y tal vez denunciar, que el costo de un buen libro supera por mucho el de un abundante almuerzo en una cafetería de la ciudad de Nueva York o de Madrid. Menos mal que todavía existen las bibliotecas y las tiendas de segunda mano a donde van a parar libros ya leídos, ajados y manchados de café que han depreciado en costo pero no en valor. También está el internet que facilita la descarga gratis o pagando una pequeña cuota de un buen número de títulos publicados en los principales idiomas. Así es que para leer lo que se necesita es un poco de voluntad y de tiempo.

 

Pero no faltan las excusas. Hace ya algunos años me contó una amiga que en uno de sus habituales paseos por el viejo San Juan se detuvo frente a la vidriera de una librería y entre las novedades vio la biografía del cantante preferido de su marido. Sin pensarlo dos veces entró al establecimiento y compró el libro. Estaba convencida de que su esposo se sentiría halagado y que agradecería su gesto. Pero nada más lejos de la realidad. Al ver el libro el hombre desencajó el rostro y después de un largo silencio abrió la boca para preguntar si se trataba de una broma. Intentó justificar su desinterés por la lectura apelando a la falta de tiempo. Hacía ya veinte años que el pobre se había graduado de la universidad y no volvió a leer nada que no fuera la sección de deportes del periódico dominical.

 

Acabo de leer Einstein, su vida y su universo, de Walter Isaacson. Albert me acompañó a todas partes durante un mes y me contó su vida. Estuvo conmigo en la oficina del dentista, en el taller de mecánica, en la cola del banco y hasta en el tapón aprovechaba para echarle un vistazo a las notas que iba dejando en las páginas leídas. No exagero al decir que cargo con un libro a todas partes, es así. Me considero un administrador eficaz y razonable de uno de los bienes más preciado que tenemos los humanos: el tiempo. No es que lo sobrestime, pero tampoco lo desperdicio en nimiedades.

 

Cuestiones como la amistad, el afecto y la convivencia, necesitan atención, cuidados especiales y que se les dedique tiempo. A esa misma categoría hay que elevar la lectura, hasta el sitio que ocupan las cosas importantes y necesarias para llevar una vida más feliz.

 

Debido a su relación directa con la lectura no quiero dejar fuera el tema de la lengua hablada o escrita. Pedro Salinas el gran poeta español dio un discurso magistral con ocasión de la cuadragésima colación de grados de la Universidad de Puerto Rico el 24 de mayo de 1944. Aprecio y defensa del lenguaje es el título de esta joya literaria en la que Salinas destaca el valor de la lengua, en este caso la española. «El lenguaje es necesario al pensamiento. Le permite al ser humano cobrar conciencia de sí mismo. […] Cuan angosto se torna el mundo para aquellos cuyo léxico se limita a un puñado de palabras que no alcanzan congruencia para exponer sus pensamientos. El hombre que no conoce su lengua vive pobremente», dijo el maestro.

 

Ante la ausencia de un buen arsenal de vocabulario urge completar el pensamiento o la imagen con métodos primitivos de comunicación. Sin darnos cuenta retrocedemos a la caverna e intentamos decir con ademanes, resuellos y gruñidos aquello que no se alcanza decir con palabras. Cabe mencionar cuán difícil es mantener el dialogo con un interlocutor que no logra atinar la palabra precisa para formular su argumento.

 

Oportunamente me llega el recuerdo de un anuncio publicado en 1995 por la Universidad del Sagrado Corazón. El mensaje se transmitía por radio y televisión y exhortaba a sustituir el uso de anglicismos por la expresión correcta en español. Con solo dos frases: «Idioma defectuoso, pensamiento defectuoso» y «El idioma es la sangre del espíritu, háblalo bien… con orgullo», se trataba de alertar al público sobre los efectos adversos que tiene sobre la comunicación la injerencia de palabras extrañas. Coincidimos en que la propuesta es buena, aunque tampoco debemos cerrarnos a las contribuciones lingüísticas foráneas que puedan enriquecer nuestro idioma. De lo que se trata es de cuidar y de usar adecuadamente la lengua con la que hemos nacido y hemos crecido.


Ahora cedo la palabra al maestro Pedro Salinas para que concluya: «¡Qué triste resulta el conocimiento de un derecho que no se puede ejercer más que por unos pocos, porque la mayoría, al no haber sido educada para el dominio de su lengua carece de las posibilidades de su uso pleno! Injusto es que a unos se le dé tanto y a otros tanto menos de los bienes materiales; injusto, en grado no menor, el reparto desigual de los medios de expresión del hombre que ocasiona forzosamente una desigualdad en las ocasiones de vivir enteramente sus vidas».