Este podría ser el titular que ocupe las primeras planas de los principales periódicos alrededor del mundo antes que termine el siglo veintiuno.
Si los economistas y los expertos en política internacional no se equivocan, dentro de los próximos treinta y cinco años China se convertirá en el país con más poder económico, político y militar. Pensando en que tal vez el tiempo no me alcance para verlo, quiero adelantar algunas anotaciones al respecto.
Dicen que Napoleón dijo que no había que despertar al gigante, y que si despertaba haría temblar la tierra. Pero el gigante, que nunca estuvo dormido, ha resurgido con más fuerzas y amenaza con devorar todo lo que encuentra a su paso. Oro, acero, carbón, petróleo, y toda la materia prima del planeta es poco para saciar el apetito de la bestia de siete cabezas que engulle diariamente toneladas de recursos naturales para echar a caminar el nuevo modelo económico de la antigua Catai.
Ahora los chinos —que suman el 22% del total de la población mundial—empujan en la misma dirección esperanzados de mejorar su condición económica y acercarse cada vez más al modelo de vida de los países capitalistas. Los tiempos de austeridad quedaron en el pasado y de comunismo queda solo la palabra.
Allá son pocos los que recuerdan que viven en un país reestructurado a partir de 1949 sobre las bases del modelo socialista soviético. Después de la apertura económica y social iniciada en 1978 bajo el mandato de Deng Xiaoping, China ha logrado posicionarse en segundo lugar detrás de los Estados Unidos con una economía que se consolida a pesar de la crisis financiera que afecta a la mayoría de los países que dominan el espectro económico mundial. Pero el progreso tiene un precio, y en este caso el costo de la buena vida y de los excesos de los sectores privilegiados de la sociedad china lo pagaremos todos. Es una historia ya conocida que se vivió y se padeció por décadas en América Latina mientras el continente financiaba —con sudor y sangre— el American Way of Live.
Quién sabe hasta cuándo nos tocará subsidiar a este coloso que necesita proveer bienes y servicios básicos a cerca de 1400 millones de seres humanos. Cuando se habla del consumo chino hay que pensar en cifras astronómicas fuera de toda proporción. Para tener una idea más clara veamos algunos datos que ejemplifican el fenómeno. Hay 650 millones de usuarios de teléfonos móviles de los cuales 117 millones ingresan a internet diariamente. Entre 2011 y 2020 se espera que 100 millones de chinos viajen al exterior con fines recreativos. Para el 2020 alrededor de 400 millones conformarán la clase media urbana con capacidad para comprar autos y artículos de lujo (McKinsey, marzo 2012).
China produce autobuses con una capacidad de 300 pasajeros y en 2012 se vendieron 14 millones de automóviles. En el renglón alimentario importaron 3,69 millones de toneladas de trigo y 2,34 millones de toneladas de arroz en el 2012 (International Business Time). Además del progreso económico y material que experimentan los chinos también comienzan a dar señales de querer recuperar ciertas costumbres y tradiciones que fueron suprimidas en los tiempos de Mao. Una de esas tradiciones, quizá la que más controversia ha causado, es la religión. Durante las últimas tres décadas se han revitalizado las actividades de carácter religioso y el número de creyentes ha aumentado considerablemente de cien a 300 millones.
Según reseña The Washington Post, los datos más recientes disponibles pertenecen a un estudio que realizaron los profesores Liu Zhongyu y Tong Shijun del East China Normal University en Shanghai en 2008. El estudio revela que el budismo, el taoísmo, el islamismo y el cristianismo vuelven a ocupar un lugar preponderante en la vida de los chinos que buscan –según los indicadores– inspiración moral a través de éstas filosofías. Por su parte el vicepresidente del Chinese Patriotic Catholic Association, Liu Bainian sostiene que el aumento en la religiosidad se debe a que el gobierno es más tolerante que antaño.
Mirando el asunto desde las gradas se puede concluir que la permisividad por parte de las autoridades en materia religiosa no es espontánea. Más bien responde a las presiones internas y externas y al temor de que el tema adquiera notoriedad y afecte la imagen del país asiático pese a las continuas denuncias de violaciones a los derechos civiles, especialmente las cometidas contra el pueblo tibetano. «El incremento de la religiosidad en China se ha convertido en todo un reto para el gobierno y la policía del país, quienes acostumbrados a ejercer un férreo control sobre las asociaciones de ciudadanos, comprueban ahora cómo las reuniones de fieles superan con mucho el número que consideran deseable para garantizar la estabilidad gubernamental». (The Economist, 2008)
Un refrán popular español dice que por la plata baila el mono. Del refrán tenía algunas referencias pero nunca supe su verdadero sentido hasta que viajé a la ciudad de México. Una mañana mientras paseaba por El Zócalo me topé con un grupo de gente que entonaban a coro canciones del folclor tapatío acompañados por un organillero y su monito capuchino. Al final de cada pieza el artista callejero levantaba un letrero que decía «por la plata baila el mono» mientras que su socio, vestido con chaleco y pantalón, se acercaba al público para recoger con sus ágiles manitas las propinas que luego depositaba en su sombrerito de charro.
Aunque no lo parezca el refrán español describe muy bien el caso chino. El gobierno de Pekín, que años atrás fue uno de los más recios e intransigente del planeta, ahora coquetea con todos, amigos y adversarios. Mientras otros cierran fronteras, levantan muros y ocupan el tiempo en guerras santas, el gobierno chino —que aprendió a bailar por la plata— expande sus negocios a todos los rincones del planeta.
El discurso oficial anti occidente y anti capitalista de los tiempos de Mao ha bajado considerablemente de tono a la vez que avanzan callada y discretamente conquistando los mercados más importantes. Los ya famosos productores de baratijas incursionan con éxito en áreas más sofisticadas de las ciencias y la tecnología que tradicionalmente dominaban países como Alemania, Estados Unidos, Canadá y Japón. Del abre latas y las cocinas de queroseno han pasado en menos de cincuenta años a la informática y a los satélites. Mi computadora, mi radio, mi teléfono, mi tostadora y mis zapatos, vienen de china. Y si nos descuidamos se quedarán también con el béisbol y el fútbol.
Por eso no hay que dudar que dentro de poco los católicos estrenen un pontífice chino. Por lo pronto ya está a la venta en las tiendas especializadas en parafernalia religiosa la imagen de Juan Pablo II. Hace poco tuve la oportunidad de ver una de las figuritas y después de escrutar cuidadosamente los detalles noté que al dorso decía Made in China. Así queda comprobado que el gran capital no reconoce fronteras ni le debe lealtades a ideologías o creencias.
La cifra de católicos en el mundo ronda los 1200 millones, y en China, según fuentes no oficiales, hay aproximadamente cuarenta millones. Es a esos millones de almas que se les puede vender, además de abre latas y computadoras, rosarios e imágenes hechas de resina. Visto así, al gobierno chino le conviene asumir una postura más tolerante hacia todas las religiones y sus seguidores. No olvidemos que son trescientos millones de creyentes en su propio territorio y que más de la mitad de la humanidad profesa una fe y necesitan comprar artefactos para la celebración de sus rituales. Si Mao Tse Tung, antes de castigar a tanta gente por sus creencias, hubiera multiplicado por dólares y centavos el número de fieles católicos dispersos por el mundo habría fundado una fábrica de santos y vírgenes.