La tontería se coloca siempre en primera fila
para ser vista; la inteligencia detrás para ver.
Isabel de Rumania
Los sabios hablan porque tienen algo que decir.
Los tontos hablan porque tienen que decir algo.
Platón
Comencé preguntando: ¿quién de los aquí presente a hecho el papel de tonto alguna vez? Los primeros en levantar las manos fueron mis compañeros de mesa. Luego, en un solo movimiento, se elevaron veinticinco brazos que desde la audiencia daban un sí rotundo a la interrogante.
Sorprendido ante aquella demostración de sinceridad sentí que debía unirme al grupo de valientes que reconocían públicamente que al menos una vez en sus vidas habían pasado por tontos. De ahí en adelante echamos a un lado las formalidades y lo que en principio iba a ser una reflexión en voz alta se transformó en un diálogo ameno. Así inicié mi intervención en un conversatorio sobre conducta humana que organizó en 2005 un grupo de estudiantes de la Universidad Interamericana.
La invitación me llegó a través de un amigo que después de pasar treinta años en la academia enseñando psicología sigue creyendo que las Humanidades humanizan y ayudan a formar mejores personas. Esa tarde me tocó compartir la charla con tres profesionales del campo de las ciencias de la conducta, así es que para no defraudar a mi anfitrión y no aburrir a la audiencia recurrí a mis dos mejores recursos didácticos, el humor y la ironía. Con el paso de los años me he convencido de lo importante que es llevar la vida con buen humor, aun en los momentos de adversidad. Considero que el buen humor es el mejor antídoto para tratar el mal de la intolerancia, el fanatismo, el racismo y la soberbia.
La idea de escribir sobre la tontería bullía en mi mente hacía varias semanas. La inquietud —que también se había convertido en molestia— no es mía sino de Karla. Una mañana mientras conversábamos y mirábamos al público que pasaba frente a su tienda de teléfonos móviles, la joven empresaria se quejó de lo difícil que le resulta vivir rodeada «de tanta gente estúpida». No estuve de acuerdo con esta expresión y le sugerí que la cambiara por “gente tonta”, pues nos acerca más a la descripción de un comportamiento que es común a toda la humanidad.
Después de reírnos un poco le dije a los universitarios que el asunto de la tontería debía ser tratado con seriedad, pues son precisamente los tontos de oficio los responsables en gran medida de la mayoría de los disgustos que padecemos. De inmediato fui interrumpido por un joven que insinuó en un tono burlón que si el tema de la charla eran los tontos tendríamos que hablar de los políticos. Otra estudiante que se encontraba en primera fila y que pretendía reforzar el comentario anterior dijo que «los políticos son todos unos payasos». Esta vez no pude solidarizarme y tuve que salir en defensa de los payasos pues compararlos con los vividores de la política no me parece justo ni razonable. Riposté los comentarios diciendo que los payasos son artistas, portadores de alegrías, terapeutas cuya medicina es la risa. Dije, además, que ser payaso es un oficio serio que merece nuestro respeto y admiración. A partir de ese momento surgió entre nosotros un sentimiento de complicidad que nos acompañó hasta el final.
La juventud es curiosa y rebelde por antonomasia y de esa etapa debe extraerse lo mejor, aquello que sume valor a la vida. Por eso me parece saludable alimentar la curiosidad inteligente, la que tiene sentido práctico, la que busca romper con la sumisión y el adoctrinamiento en cualquiera de sus modalidades. A propósito de juventud, dijo el escritor portugués José Saramago que «la vejez comienza cuando termina la curiosidad».
Le pedí a los estudiantes que dejaran a un lado las libretas y los apuntes y que me prestaran toda su atención (debo decir que nunca antes me había dirigido a un público que mostrara tanto interés y disposición de aprender). Al concluir mi presentación hubo demostraciones de satisfacción. El asunto había despertado tanto entusiasmo en aquellos jóvenes que el moderador nos pidió que continuáramos la conversación y así lo hicimos hasta que el conserje, que escuchaba atento a lo que allí se decía, nos advirtió que eran las diez de la noche y que debía apagar las luces.
He procurado que mis prejuicios no inclinen la balanza, aunque debo admitir que al escribir sobre este tema pongo a prueba la poca paciencia que le tengo a los promotores del disparate y a sus seguidores. Si el lector percibe que aflora en mi la intolerancia quiero que sepa que por cada palabra antipática escrita he tenido que suprimir otras tantas que pudieron haber sido más displicentes.
El desenfreno de la modernidad ha logrado que la tontería se incorpore al estilo de vida que muchos prefieren llevar. Incluso, actuar como tonto se ha convertido en una opción para sobrevivir en los nuevos escenarios sociales. Este empeño por ser modernos y estar a la moda ha permitido que la extravagancia y la mediocridad se impongan. A esta contienda feroz, protagonizada décadas atrás solo por la farándula, se ha incorporado el indiscreto que tiene acceso al YouTube y que no pierde la oportunidad de ridiculizarse a sí mismo a cambio de un minuto de fama.
Hacer el ridículo se ha convertido en un modo de ser que lleva a los débiles de carácter a incorporarse al repertorio de la idiotez. El morbo que por muchos siglos se mantuvo enclaustrado detrás de los muros de la falsa moral ahora exhibe sus mejores galas y sacia la curiosidad perversa de los consumidores del escándalo. Lo que en otros tiempos se consideraba irrelevante y pueril ahora es acontecimiento. Hoy día se hace noticia de todo, principalmente de aquellos eventos en donde la intriga y la violencia son el motivo de la historia. De ahí que los programas y las publicaciones que se dedican al chismorreo cuenten con millones de seguidores. También la publicidad comercial ha logrado homogenizar y alienar al ser humano poniendo en marcha un discurso desinformador y deformador que embrutece y enajena a quién lo sigue.
¿Mejora en algo la vida de los pueblos discutir públicamente las intrigas amorosas de artistas, gobernantes y narcotraficantes? ¿Qué beneficio deja saber quién le pone los cuernos a quién o cuál es la preferencia sexual de fulano o de mengano? Con esta manera distorsionada y superficial de ver la vida han crecido ya varias generaciones de individuos cuyo carácter ha sido moldeado por los mass media. Gente a la que no le queda tiempo para pensar críticamente porque vive entretenida de espaldas a los asuntos serios que afectan directamente sus vidas.
Hasta el momento no se ha inventado una fórmula que explique cuán tonto puede ser un individuo, una comunidad o un país entero. Por eso tengo que fundamental mi diagnóstico (que no deja de ser especulativo) sobre la base de lo que he visto y vivido en la calle. En mi análisis parto del supuesto de que a los tontos se les puede agrupar en tres grandes categorías: los que simulan ser tontos para sacar ventaja de los demás; los que actúan como tontos animados por el subconsciente y se convierten en necios a tiempo completo; y aquellos que de vez en cuando participan de la bobería con fines recreativos, entiéndase la mayoría de la humanidad. Por eso, los tontos al no tener nada mejor en qué ocupar el tiempo responden instintivamente a cualquier estímulo externo sin considerar su validez o importancia.
No puedo concluir sin mencionar al escritor húngaro Paul Tabori, que en la década del sesenta tuvo la osadía de publicar un libro controversial que tituló Historia de la estupidez humana. Dice Tabori que la estupidez no se genera a partir de problemas fisiológicos. Su opinión me lleva a pensar que hay que distinguir entre una condición física que puede afectar el desempeño mental de una persona y el comportamiento derivado de la inmadurez emocional que debilita el carácter.
Concluyamos esta reflexión con una nota simpática extraída del libro de Tabori: “Entre las dos guerras de Europa Central existió un insulto favorito que adoptaba la forma de una pregunta. Solía preguntarse, ¿dígame, duele ser estúpido? Desgraciadamente no duele. Si la estupidez se pareciera al dolor de muelas ya se habría buscado hace mucho la solución del problema. Aunque, a decir verdad, la estupidez duele... sólo que rara vez le duele al estúpido”.