viernes, 29 de agosto de 2014

Un vistazo a la colonia



El 18 de octubre de 1898, menos de tres meses después de la invasión de la Isla por las tropas americanas, las fuerzas de los Estados Unidos izaron su bandera en el palacio del gobernador en San Juan, proclamando así el fin del mandato español y el principio de la soberanía de los Estados Unidos en Puerto Rico. 
De: La americanización de Puerto Rico y el sistema de instrucción pública 1900-1930 / Aida Negrón de Montilla

 

 

 

En uno de mis acostumbrados paseos por el casco urbano de Río Piedras fui testigo del poder unificador que tienen los deportes. Acababa de entrar al restaurante El Nilo cuando una turba enardecida de fanáticos del baloncesto tomó por asalto el sitio y acabó con la tranquilidad.

 

Contagiados por la gritería, los parroquianos y los meseros se unieron al coro de voces que opinaban sobre lo que iba a suceder en Nayarit cuando el equipo nacional boricua de baloncesto se enfrentara a sus rivales dominicanos y mexicanos. Me sorprendió escuchar como daban por seguro el triunfo del quinteto criollo. Creo que ni la bola de cristal ni las cartas del tarot son tan precisos en sus predicciones.

 

Miré en todas direcciones buscando por donde escapar pero la única puerta que tiene el establecimiento quedó bloqueada por una masa compacta de barrigas y espaldas bien desarrolladas imposibles de rebasar. Tengo la costumbre de evitar temas y conversaciones que no me interesen o de cuyo contenido no reciba a cambio por lo menos una pizca de conocimiento. Por eso, cuando me encuentro en situaciones parecidas procuro abandonar inmediatamente la escena. Pero esta vez no pude y tuve que entregarme mansamente a los designios del destino.

 

Al verme atrapado en el bullicio saqué del bolsillo la libreta de apuntes y me puse a escribir. Esta es mi estrategia para aislarme del entorno. También me sirve para neutralizar al parlanchín importuno que insiste en hablar pendejadas aunque no le preste atención. La experiencia me dice que del caos y el desorden se puede sacar alguna enseñanza siempre y cuando asumamos la posición de espectador. Así es que me dediqué a observar y a escribir hasta que volvió la calma y la puerta quedó libre.

 

“Orgullo boricua”, “defender la bandera”, “dar la pelea hasta el final”, eran las consignan que se escuchaban en el salón. Frases que sacadas de contexto daban la impresión de que al fin los puertorriqueños estaban dispuestos a emanciparse. Pero no, la euforia y todo aquel delirio patriótico no era a favor de la causa libertaria sino por un partido de baloncesto. Me llamó la atención aquel desborde de nacionalismo visceral. Todos, menos yo, coincidían en que quedar campeones en Centrobasket 2014 era una cuestión vital porque allí se estaba defendiendo el honor. Y así fue, el honor se defendió con gallardía hasta el último minuto de juego pero lamentablemente ese día la suerte decidió sentarse del lado mexicano y el partido terminó 74-60.

 

En Puerto Rico se batalla todos los días contra la disolución de la nacionalidad y de la cultura. Una causa cuya resonancia es percibida solamente por los reducidos núcleos de intelectuales y de universitarios que ocasionalmente, sobre todo en los momentos de crisis, levantan la voz e intentan sacudir la conciencia colectiva. De ahí que “lo nacional” en Puerto Rico ocupe un lugar prominente en la lista de los mitos urbanos.

 

El amor por la patria no debe limitarse a un momento de arrebato. Creo que la nación y lo nacional tienen que reconocerse antes y después del partido de baloncesto o del triunfo del Miguel Cotto sobre el cuadrilátero. Sino el esfuerzo que se hace para preservar y fortalecer la identidad cultural se desvanece inmediatamente después de la conmoción.

 

La vitrina del Caribe que una vez fuimos ya no deslumbra a nadie. La decadencia es palpable y el deterioro social revela que la relación de subordinación con los Estados Unidos limita las posibilidades de un desarrollo real y sostenible basado en nuestras necesidades y no en lo que Washington considere bueno para nosotros. Ya no somos el destino paradisíaco que antes envidiaban nuestros vecinos de la región. En todo caso, si algún atractivo todavía nos queda es que nos hemos convertido en un importante mercado para las exportaciones de los países latinoamericanos que despuntan económicamente mientras nosotros somos menos productivos y más dependientes cada día.

 

Esa es la causa que ha empujado a miles de puertorriqueños a emigrar durante la última década con la esperanza de encontrar en el Norte la solución a sus problemas. Cada año familias enteras recogen sus bártulos y se suben al avión sin boleto de regreso, apostándolo todo a un mejor futuro. Pero la huida no debe interpretarse como un acto de menosprecio por lo que se deja atrás, sino como una respuesta a la desesperación y a la pérdida de confianza en un sistema económico que llegó a su fecha de caducidad y que no tiene posibilidades de reinventarse bajo el estatus colonial al que estamos sometidos por los Estados Unidos.

 

Lamentablemente la gente que dirige el gobierno de Puerto Rico no acaba de comprender que estamos en la era de la globalización económica, que las relaciones entre países y regiones depende en gran medida de la autonomía y del poder que tengan los Estados (soberanos) para tomar decisiones y establecer acuerdos bilaterales. Se les olvida que Puerto Rico es un territorio sujeto a las leyes y disposiciones del congreso de los Estados Unidos. Me parece que no es difícil entenderlo.

 

La realidad es que la indiferencia se ha apoderado de la mayoría, mientras solo unos pocos asumen responsabilidad frente al país. Esta actitud disidente y desconcertante mantiene a la sociedad dividida en mil parcelas políticas, económicas, gremiales y religiosas. Esa misma actitud egoísta le cierra las puertas a cualquier propuesta seria sobre el problema del estatus. Por eso es que gran parte de la población acepta como cierto los argumentos de los organismos asimilistas que aseguran que no tenemos la capacidad de echar a caminar un proyecto social propio sin la tutela estadounidense. Ese ha sido el discurso derrotista que tradicionalmente esbozan los dos partidos mayoritarios para ganar votos. El fantasma del miedo está siempre presente en las campañas proselitistas y en las consultas a propósito del estatus y de otros asuntos relevantes. Esta es la estrategia de la camarilla politiquera que se alterna en el poder cada cuatro años.

 

Esta es la historia que los administradores de la colonia no se atreven contar, así evitan incomodar a “los hermanos del Norte”. Por eso, el lector que no ha tenido la oportunidad de vivir o de pasar una larga temporada en Puerto Rico puede pensar que mi apreciación del asunto está matizada por intereses ideológicos. Pues le digo categóricamente que no es así. Ni siquiera participo de la actividad política partidista del país aunque sí me toca sufrirla. Y no participo porque los partidos políticos tradicionales al igual que los equipos de baloncesto necesitan seguidores incondicionales y fanáticos apasionados y yo no estoy dispuesto a ser ni lo uno ni lo otro.

 

     Termino con un segmento del discurso de José A. Padín leído durante los ejercicios de graduación de la Universidad de Puerto Rico en 1945. El fragmento aparece en el libro de Aida Negrón de Montilla La americanización de Puerto Rico y el sistema de instrucción pública 1900-1930 (p. 248):

 

«Llevamos treinta años de vacilación y angustia sin saber con certeza para qué estamos preparando a nuestro país. Yo afirmo que a Puerto Rico hay que prepararlo para que viva su propia vida en la mayor plenitud. Su propia vida, porque Puerto Rico tiene conciencia de sí, porque su personalidad está ya claramente diseñada. Falta ahora henchir esa personalidad… ¡Henchir esa personalidad puertorriqueña de savia sana y vigorosa!

 

»Lo que falta por hacer en Puerto Rico para convertir esa vieja colonia en una comunidad civilizada le corresponde a los naturales del país. La patria no se hace por real decreto, ni por merced del soberano. Se forma de la sustancia espiritual de sus hijos».

 

Cuando leí el texto sentí que se trataba del presente, del siglo XXI, del año 2014. Su mensaje refleja la realidad del Puerto Rico de 1945, una realidad que ha experimentado pocos cambios sesenta y nueve años después. ¡Qué pena!