viernes, 3 de octubre de 2014

¿Dónde estará Lin?

 



Esta historia no es tan dramática como la de Roberto, el personaje interpretado por Ricardo Darín en el filme Un cuento chino. Tampoco alcanza para escribir una novela o desarrollar un guión de cine. En todo caso, a lo único que se puede aspirar es a redactar unos cuantos párrafos sobre la presencia de la comunidad china en Puerto Rico.

Los chinos pasan inadvertidos. No se sabe dónde viven, dónde estudian, a qué hospital acuden cuando se enferman, si es que se enferman, ni dónde los entierran, si es que se mueren. Simplemente aparecen y desaparecen del panorama como fantasmas. Inverosímil, pero en Puerto Rico es más fácil ganar en los juegos de azar que encontrase con un chino caminando por la calle.

Para verlos hay que acudir a dos lugares: los restaurantes que ellos mismos regentan y a los casinos. Aunque el dato del casino no lo he constatado me inclino a aceptarlo como verdadero ya que la fuente que me lo suministró se ha pasado la mitad de la vida apostando y perdiendo al póquer.

Según el investigador José Lee Borges viven en la país alrededor de 17,000 chinos y cuentan con 600 restaurantes (Los chinos en Puerto Rico, Ediciones Callejón, 2015). Distinto a otras nacionalidades, cuya participación en la fuerza laboral es más visible, la comunidad china no está expuesta a la discriminación directa que padecen otros grupos de inmigrantes como los dominicanos, que sí participan masivamente de la vida social y económica del  país.

Hasta los sirios y los libaneses, cuyas costumbres se alejan un poco de las nuestras, reciben mejor trato que los nacidos en la isla de La Española. Digo esto para que se descarte el racismo como la causa principal que mantiene a los chinos y a los asiáticos en general, apartados de la vida comunitaria.

Estuve solo, parado a un lado de la puerta del supermercado, hasta que apareció el personaje motivo de esta historia. Lo miré de arriba abajo y noté que era distinto al de la película de Darín. Este era flaco y bajito, desaliñado, con los pantalones despilfarrados y con un rostro indescifrable que no delataba su estado de ánimo. La diferencia es notable. Los que nacemos de México hacia abajo somos predecibles hasta cuando estamos dormidos. En cambio los chinos y casi todos los asiáticos tienden a ser más sosegados. Sospecho que esta mesura de carácter se debe en gran medida a que ellos no son herederos de la sazón africana y la bullanga española que nos caracteriza.

A las seis en punto abrieron las puertas y el chino echó mano del carrito de compras y se dirigió apresurado a la estantería de las legumbres. Aunque yo prefiero comenzar por la sección de productos secos y terminar en las frutas y vegetales, ese día tuve que cambiar la rutina. Iniciamos el recorrido, el adelante y yo siguiéndolo a pocos pasos de distancia. Por la cantidad de víveres que echaba en el carro deduje que compraba para un negocio. Llevaba mazos de brécol, coliflor, apio y zanahorias. Muchas berenjenas, bolsas de pimientos y cebollas, y todo lo que se puede encontrar en un delicioso plato de Chop Suey, Lo Mein o Mu Shu.

A propósito de comida china, recuerdo una vez que estuve en Caracas y le pedí al recepcionista del hotel que me recomendará un restaurante en donde la comida fuera buena y abundante. La respuesta fue instantánea, me mandó a los chinos de Baralt. Me dio las indicaciones para llegar y también me advirtió que no pidiera del menú que ellos comen “porque los chinos comen cosas muy raras”, dijo.

Después de caminar unas seis cuadras siguiendo las instrucciones del joven caraqueño me topé con un enorme letrero que decía: La nueva casa de los chinos. Entré y me senté en una mesa con vista hacia ambos extremos de la avenida Baralt. Dominado por la curiosidad decidí ignorar las advertencias del recepcionista y le pedí a la mesera probar algo del misterioso menú. Como la carta estaba solo en chino le solicité a la muchacha que escogiera por mí. Después de recorrer la lista con el dedo índice me dijo “este, vas a comer este”.

Al cabo de unos quince minutos llegó la comida. No existen palabras para describir lo que había en el plato. Para explicarlo tendría que inventar nuevos calificativos para aquel amasijo de viseras, aletas y embriones, aderezados con una salsa marrón que olía a pescado fermentado. Revolví por unos minutos la mezcla viscosa con la intensión de echarme un bocado pero no pude. Para ahorrarme las explicaciones y no disgustar a la mesera le dije que se me hacía tarde y que prefería llevarme la comida. Dos cuadras más adelante me deshice de la bolsa y regresé al hotel. Trate de evitar que el recepcionista me viera y me preguntara cómo me había ido pero fue imposible. La pregunta fue directa, —¿Cómo le fue con los chinos? Sin vacilar simulé una sonrisa y resumí la experiencia en una sola palabra —¡Excelente!

Llegamos juntos a la fila del cajero y tenía que buscar la manera de entablar conversación. Estaba decidido a no dejar pasar la oportunidad. Hasta ese momento no había podido conversar con un chino en Puerto Rico, y ahora que lo tenía tan cerca lo menos que podía hacer era intentarlo. Por unos minutos quedé paralizado por la duda que me causaba no saber en qué idioma le hablaría, pues de chino yo no se nada. Así es que me quedé viendo como cotejaba la lista de los encargos que llevaba en el carrito. Repasó varias veces la compra hasta que se convenció de que le faltaba algo. Entonces se viró hacia mí y en un español trabado me pidió que le cuidara el turno mientras regresaba.

Tal vez el asunto le parezca frívolo pero si recuerda que dije al principio que se trata de una población que vive aislada y ausente de la vida pública, comprenderá mi asombro. Me quedaba poco tiempo para intercambiar algunas palabras con él antes de que la cajera lo llamara. Fantaseaba con la idea de que este encuentro fuera el inicio de una larga amistad. Hasta me imaginé comiendo en su casa o celebrando su cumpleaños junto a su familia (hay veces que la imaginación nos hace delirar).

El chino regresó a la fila, me miró y sonrío. Interpreté aquel gesto como un signo. Era la señal que estaba esperando. Le dije hola y él respondió con otro hola. Para mí eso fue suficiente, di un brinco y caí a su lado y sin rodeos comencé a interrogarlo.

—¿Nombre?

—Yo, Lin.

—¿De dónde vienes?

—Venga de Lingao.

—¿Qué haces?

—Cocinero.

—¿Dónde?

—Negocio primo Chen.

Eso fue todo, no hubo tiempo para más. Por cierto, que la brevedad de aquel encuentro no tendría ningún valor sino fuera por el esfuerzo que me costó. Lin pagó y salió a toda prisa. Desde entonces cada vez que visito un restaurante de comida china pregunto si conocen a Lin pero siempre sucede lo mismo, el chino que se asoma por la ventanilla de la cocina no es el que yo busco y termino desconcertado.