viernes, 27 de febrero de 2015

La otra cara de la violencia




La paz no es solamente la ausencia
de la guerra; mientras haya pobreza,
racismo, discriminación exclusión
difícilmente podremos alcanzar
un mundo de paz.

Rigoberta Menchú

 

 

 

Los años veinte quedaron atrás y la ciudad de la luz ha perdido el glamour que Hemingway describió en su novela París era una fiesta. La violencia causada por la intolerancia y el racismo mantiene a sus habitantes en vilo, a la espera del próximo atentado.

 

Toda acción desencadena una reacción, así lo confirman los deplorables eventos ocurridos a propósito de la imprudencia cometida por la revista Charlie Hebdo. ¿Creyeron los editores de la revista que irrespetar la figura del Profeta no traería consecuencias? ¿No saben (o sí lo saben) que ridiculizar la imagen de Mahoma ofende a millones de creyentes mahometanos?

 

Tiene poco sentido reclamar el derecho a la libre expresión cuando ese derecho se ejerce para incomodar, irritar o burlarse de otros cuando se sabe que dicha acción puede detonar las pasiones y la ira. Lamentablemente la discusión pública se ha centrado principalmente en las consecuencias de lo ocurrido dejando a un lado las causas que originan el problema, un problema que a partir del 9-11 afecta al mundo entero.

 

La gente que dirige los medios de comunicación sabe muy bien que al caricaturizar la imagen del profeta Mahoma incurren en un acto de provocación. Aun así pretenden ignorar que cuando se trata del Islam las reglas del juego cambian radicalmente. Ni siquiera los parámetros de conducta aceptados en occidente tienen su equivalente en la manera de pensar y de ser de los hijos de Alá. Por eso, atribuir las acciones violentas contra el personal de la revista Charlie Hebdo solo al fanatismo religioso es un burdo intento de tergiversar la historia. Aquí lo medular no es la molestia causada por el dibujo, lo que verdaderamente exacerba el ánimo de los mahometanos —que toman muy en serio su religión— es la profanación de algo que ellos consideran sagrado.

 

Aunque no siempre se consigue tener acceso al total de la información, también es imposible ocultar la verdad por mucho tiempo, sobre todo en la era de la globalización. Así es que veamos qué dice un artículo de Gabriela Caña publicado en El País el 11 de febrero de 2015:

 

“Justo antes del atentado, el semanario atravesaba momentos financieros muy difíciles, ya que se sostenía solo, sin publicidad, de las ventas que apenas alcanzaban los 50 mil ejemplares. La matanza ha generado tal nivel de solidaridad que la revista no solo ha conocido una difusión récord de su número 1178, sino que cuenta ahora con 200 mil suscriptores. Los ingresos de la revista se han elevado de manera exponencial en el último mes gracias a tales ventas y las donaciones. Los 200 mil suscriptores se traducirán, según el director financiero de Charlie Hebdo, Eric Portheault, en 14 millones de euros a razón de 70 por suscriptor (a tres euros el ejemplar) y las donaciones suman ya 2,37 millones. En total, el semanario tiene asegurados unos ingresos de unos 30 millones de euros”.

 

Nada, ni siquiera la libertad de expresión, debe ir por encima de la dignidad humana. Pedirle a la gente que se inmole en nombre de una causa, en este caso de una religión, es tan repudiable como apoyar la destrucción de ciudades y la matanza de gente indefensa en nombre de la democracia y de la libertad. Me parece que el debate público generado en torno al terrorismo debe considerar también el nivel de irrespeto y la falta de objetividad con el que se trata el asunto en los medios, sobre todo si esos medios utilizan la violencia verbal para captar audiencia y aumentar sus beneficios económicos y políticos.

 

También hay que denunciar a los grupos fundamentalistas que intentan imponer sus creencias utilizando métodos violentos que comprometen la vida de miles de seguidores que, movidos por la fe, estarían dispuestos a sacrificios extremos. No hay que olvidar que las religiones deben su existencia a la necesidad que tiene la gente de un asidero moral y espiritual que les ayude a llevar una existencia menos desdichada y más feliz. Un deseo que es común a todos los seres humanos independientemente de costumbres y nacionalidades. Por eso, cuando se ignora deliberadamente esta realidad y se recurre a la burla y al descrédito lo único que se consigue es cerrar las puertas al dialogo y a la construcción de la paz.

 

El atentado contra la revista Charlie Hebdo que dejó el saldo de doce muertos es deplorable, pero igual de funesto es el encarcelamiento de Malak al-Khatib, la niña palestina de catorce años que fue condenada por un tribunal militar israelí a cumplir dos meses de cárcel por lanzar piedras a los militares de ese país. Con la misma indignación hay que condenar el asesinato (racista) en agosto de 2014 de Michal Brown un joven afroamericano de Misuri, que murió acribillado a balazos por la policía de ese estado.

 

Hay que repudiar enérgicamente el abuso cometido contra Malala Yousafzai, la niña pakistaní que fue tiroteada en el rostro en 2012 por los talibanes. El atentado en enero de 2015 contra la escuela judía Ozar Hatorah en Francia que provocó la muerte de un profesor de religión y tres niños. El secuestro y asesinato de 43 estudiantes mexicanos en septiembre de 2014 perpetrado por policías corruptos al servicio del narcotráfico.

 

Debido a la violencia pierden la vida cada año 1.6 millones de personas en todo el mundo, de los cuales el 14% son varones y el 7% mujeres. (OMS, 2002). Y si acaso la memoria no lo registra, miremos hacia el pasado cercano y recordemos como en su momento los más fuertes dejaron caer toda su ira sobre aquellos que eran considerados enemigos y sobre aquellos que defendían su derecho a regir su propio destino. Repasemos algunos casos. Entre 1961 y 1972 Estados Unidos bombardeo 80 millones de litros del químico conocido como agente naranja sobre las selvas de Vietnam, Laos y Camboya; en 1919 las tropas británicas asesinaron en la ciudad de Amritsar a 500 personas e hirieron gravemente a 1200 hombres, mujeres y niños sijes, hinduistas y musulmanes que estaban reunidos en el jardín de Jallianwala para el festival de Vaisakhi, en India.

 

Durante la segunda guerra mundial el plan de los nazis para llevar a cabo el exterminio sistemático de judíos dejó un saldo de millones de víctimas en toda Europa; en 1959 China invadió el Tíbet, destruyó sus templos e instituciones y torturaron y asesinaron alrededor de 87 mil tibetanos; la incursión rusa de 1979 en Afganistán dejó más de medio millón de muertos y la casi total destrucción de la infraestructura del país. Terminemos la lista con el ya desaparecido Apartheid, aquel racista e inhumano sistema establecido en África del Sur entre 1948 y 1990 por una minoría blanca (descendientes de holandeses) que mantuvo oprimida y marginada a la mayoría negra sin derecho a la salud, la educación y la tenencia de tierras.

 

El problema de la violencia requiere ser atendido con nuevos métodos, entiéndase, con más inteligencia y menos fuerza. En este caso el antídoto tiene que ser distinto a la naturaleza de la enfermedad. Señala la socióloga María Asunción Martínez Román, catedrática de la universidad de Alicante que «se ha venido respondiendo a la violencia con más violencia desde las fuerzas de seguridad e incluso aumentando estas, en vez de atacar las causas que han generado esa ola de inseguridad personal a la que la gente sin acceso al poder no tiene más armas para responder que con la propia violencia […] hay que recordar que, el verdadero desarrollo social, no es posible si no se favorece la plena integración social de todas las personas y que la exclusión y la discriminación no se producen solamente por problemas económicos sino también por diferencias de género, raciales, étnicas, físicas, psicológicas, sensoriales, etc.»

 

Menos visible y menos publicitada, la pobreza tiene que verse también como un factor desencadenante de violencia. Es un mal que acaba con la vida de mucha gente y de cuya desgracia nos enteramos solo cuando miramos las estadísticas. Estos son los mil 100 millones de personas que viven con menos de un dólar por día, los 900 millones de analfabetos, los 4 mil millones privados de estructuras sanitarias y las decenas de millones que no disponen de agua potable.

 

Para cambiar los viejos patrones y encaminarnos hacia una manera distinta de pensar y de actuar frente a las injusticias y la violencia que ésta genera es imprescindible promover una cultura de paz. Una cultura cimentada en la solidaridad cotidiana, la tolerancia y la convivencia. Una cultura que reconozca sin reservas y sin condiciones el respeto a la diversidad de criterios.

 

«Menos visible, pero aún más difundido, es el legado del sufrimiento individual y cotidiano: el dolor de los niños maltratados por las personas que deberían protegerlos, de las mujeres heridas o humilladas por parejas violentas, de los ancianos maltratados por sus cuidadores, de los jóvenes intimidados por otros jóvenes y de personas de todas las edades que actúan violentamente contra sí mismas. Este sufrimiento, del que podría dar muchos más ejemplos, es un legado que se reproduce a sí mismo a medida que las nuevas generaciones aprenden de la violencia de las anteriores, las víctimas aprenden de sus agresores y se permite que perduren las condiciones sociales que favorecen la violencia. Ningún país, ninguna ciudad, ninguna comunidad es inmune, pero tampoco estamos inermes ante ella», fueron las palabras de Nelson Mandela en el prólogo al Informe mundial sobre la violencia y la salud, de la Organización Mundial de la Salud en el año 2002.