No es ni el hambre, ni la sed, sino el amor, el odio,
la piedad, la cólera, lo que arrancó las primeras voces.
Rousseau
Quizá las cosas no son cosas sino palabras:
metáforas, palabras de otras cosas.
Octavio Paz
Hace ya muchos milenios que la humanidad utiliza signos y sonidos para transmitir información. Ese es el resultado de un largo proceso de preparación y adecuación anatómica que permitió el desarrollo y evolución del lenguaje y posteriormente de la cultura.
Una de las teorías más destacadas sobre la relación entre pensamiento y lenguaje hay que mencionar las de René Descartes cuando insinuó en su «pienso, por lo tanto existo» (cogito ergo sum) que a cualquier actividad humana, incluso el lenguaje, precede el acto de pensar. Para el epistemólogo, psicólogo y biólogo suizo Jean Piaget, el desarrollo cognitivo hace posible adquirir el lenguaje. Por su parte el psicólogo ruso de origen judío Lev Vygotsky sostiene que el lenguaje es el instrumento del pensamiento, con él se desarrolla un habla privada que nos habilita para expresar nuestros pensamientos. Contemporáneo a nosotros, el profesor y lingüista Noam Chomsky, sugiere que el lenguaje es innato y determina el pensamiento.
La comunicación depende del flujo de información e imágenes que nos llegan desde la memoria y que traducimos en palabras. Durante este proceso se establece un dialogo interior que no se rige por patrones lógicos ni está sujeto a un orden preestablecido. Nadie dice, “ahora pensaré la idea uno, continuaré con la dos, intercalaré la cinco y concluiré con la tres”. El pensamiento no discurre en un orden cronológico de sucesos, excepto si se nos requiere ser precisos como sucede en los interrogatorios judiciales.
Comenta Paul Ricoeur que «mi experiencia no puede convertirse directamente en tu experiencia». Es a través del diálogo interior que se traduce la experiencia personal en un lenguaje comprensible para los demás. Sin embargo, nunca seremos poseedores de la palabra exacta o precisa, porque las palabras van siempre en busca de las palabras en una espiral sin fin. Es desconcertante, pero es muy difícil transmitir íntegramente con palabras o símbolos lo que acontece en nuestro interior.
Cuando creemos hablar desde el Yo, lo que hacemos en realidad es remover el sedimento de la memoria y retomar viejos argumentos para formular nuevos. El filósofo y psicoanalista Francois Balmès sintetizó la idea cuando sugirió que «el inconsciente produce un decir que se dice sin que se pueda saber quién lo dice». Detrás de cada individuo y de su modo de pensar hay una cultura que lo vincula, lo posee y le da vida a través del lenguaje. No hay manera de escapar, pensamos y actuamos de acuerdo al grupo social del que participamos como actores y espectadores a la misma vez.
El acto de pensar no ocurre en el vacío ni acontece como un fenómeno aislado del ambiente. Si escuchamos con atención la manera en que nos comunicamos veremos que somos un reflejo —a veces una copia exacta— del pequeño mundo que nos rodea. Estamos tan influenciados por el ambiente que es imposible no actuar en concordancia con este. Incluso, hay ciertas formas del habla que revelan detalles de la vida psicosocial del individuo y de su clan.
Tal es mi fascinación con el lenguaje que si la Ciencia me lo permite le asignaría un lugar en la tabla periódica y lo incluiría entre los elementos indispensables para la sustentación de la vida. Por supuesto que se puede existir sin lenguaje, sin símbolos y sin mitos, pero entonces careceríamos de autoconciencia y de inteligencia reflexiva. En otras palabras, seríamos incapaces de proyectarnos en el mundo y de asumirlo como parte de nuestra realidad. Pero el lenguaje tiene también sus limitaciones, por ejemplo, piense en el piruscopio. Ahora imagine que forma tiene, de qué materiales está hecho y para qué se usa. ¿Alguna idea? ¿Pudo ver el aparato en su mente? Sé que no, porque el piruscopio no existe. Acabo de inventar la palabra para ilustrar como el lenguaje no siempre contiene lo que es la cosa. Así sucede también con los mitos y los símbolos, se inventan para dotar de forma y significado a eso que carece de naturaleza propia.
He vuelto a escribir sobre el lenguaje motivado por la reacción que tuvo mi amiga Beba mientras degustaba una ensalada de mariscos que yo había preparado para ella. Después de la comilona y con una expresión de satisfacción en el rostro me dijo que no encontraba la palabra exacta para describir la experiencia gustativa que acaba de tener. Dijo, que sabroso le parecía ambiguo, que delicioso no era suficiente y que exquisito se quedaba corto, así es que inventó «exquisura». Ahora mi querida amiga, talentosa por demás, pretende abrirse camino en el campo de la lingüística, pero no sé, siento que sus habilidades van por otro rumbo.
«Las palabras —dijo el jurista español Baltazar Garzón— nunca son inocentes o cristalinas, constituyen una realidad compleja. Están sumergidas en un conjunto de relaciones que si son guiadas por la mala fe o por una intención torcida desvían su sentido, alteran su contenido y pervierten su significado». Estoy convencido de que el lenguaje, a pesar de servir al dios del bien y al dios del mal, ha sido lo mejor que nos ha pasado. Esta es la única relación verdaderamente eterna e imposible de romper. ¡Oh, cuanto te debemos querido lenguaje!