Lo legítimo lo es siempre; lo legal puede dejar de serlo.
José Joaquín de Mora
(Jurista y político español 1783-1864)
Hoy martes 28 de abril de 2015 a las 9:56 de la mañana, mientras escribo, se discute en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos el caso presentado por doce parejas que le han pedido a la máxima autoridad judicial que se le reconozca el derecho a las parejas del mismo sexo contraer matrimonio y que ese derecho se aplique en toda la nación.
Reclaman los demandantes que el derecho al matrimonio está protegido por la Constitución desde el siglo XIX y que la Corte lo respaldó como derecho fundamental en 1978. Aseguran además que ese derecho se puede ampliar a nuevas parejas como en la sentencia de 1967 en el caso Loving vs. Virginia, cuando el Supremo reconoció el derecho a casarse a parejas interraciales. De no incluir a las parejas homosexuales, aseguran, los Estados discriminan contra ellos por su orientación sexual. La exclusión, afirman, niega a los homosexuales la dignidad que proviene del matrimonio así como la red de protección y responsabilidades mutuas que se conceden a las parejas casadas y sus familiares.
Algo parecido acontece en estos días en Puerto Rico con la polémica desatada entre el Estado y las distintas denominaciones religiosas por el asunto del matrimonio igualitario. Recientemente el gobierno le comunicó al país a través de su secretario de justicia su decisión de renunciar a reconocer sólo el matrimonio entre un hombre y una mujer según expuesto en el artículo 68 del Código Civil de Puerto Rico.
Dice el artículo: «El matrimonio es una institución civil que procede de un contrato civil en virtud del cual un hombre y una mujer se obligan mutuamente a ser esposo y esposa, y a cumplir el uno para con el otro los deberes que la ley les impone. Será válido solamente cuando se celebre y solemnice con arreglo a las prescripciones de aquélla, y sólo podrá disolverse antes de la muerte de cualquiera de los dos cónyuges, o en los casos expresamente previstos en este código».
Aunque la posición del actual gobierno es plausible, también hay que observar que detrás de dicha postura hay otros miramientos de carácter político que lo obligan a cumplir con la jurisprudencia y la constitución de los Estados Unidos, sobre todo en materia de derechos civiles.
El caso que nos ocupa contiene, además de las implicaciones sociales, otro ángulo que guarda estrecha relación con el estatus político. Puerto Rico es un territorio no incorporado subordinado a las leyes federales, así es que todo argumento a favor o en contra en torno al matrimonio igualitario o a cualquier otro tema que afecte los derechos civiles de los ciudadanos tiene que someterse al examen jurídico por parte de los tribunales de los Estados Unidos.
Los sectores que no aprueban el matrimonio de parejas del mismo sexo alegan que la mayoría del pueblo coincide con ellos, y es así. Vivimos en un país predominantemente religioso en donde alrededor dos millones de personas, un poco más de la mitad de la población se considera creyente católico o protestante. Pero, cuidado, que también las mayorías —confiadas en las buenas intenciones de sus líderes— han sido conducidas al error y se han convertido en cómplices de grandes injusticias.
Opina el jurista Carlos Díaz Olivo que la respuesta al problema no puede ser tan simple. Explica el profesor de Derecho que en asuntos de esta naturaleza si la percepción histórica mayoritaria es incorrecta el Estado tiene que ejercer su liderato y de ser necesario alterar el orden vigente. Enfatizó Olivo, en una entrevista concedida al periódico Primera Hora el 26 de marzo de 2015 que «ni aun las mayorías están autorizadas a ir contra la dignidad de otros seres humanos y a privarlos de la esencia de lo que es la libertad que todos poseemos».
Deben comprender los sectores conservadores que la vida de los ciudadanos no se regula a partir de opiniones personales o de razonamientos basados en lo que un determinado grupo considera correcto o incorrecto. Precisamente, han sido las religiones y demás organizaciones cívicas los principales beneficiarios de vivir en una sociedad que respeta la diversidad de criterios. A nadie, en su sano juicio, se le ocurriría cuestionar el derecho que les cobija y les permite actuar libremente en la sociedad. Por eso no deja de sorprender la actitud beligerante adoptada por algunos líderes religiosos cuando pretenden desconocer que la misión y la obligación del Estado es promover el bienestar y la convivencia entre todos los ciudadanos.
«El gobierno no puede discriminar en cuanto a este asunto. Impedirle a una pareja del mismo sexo que pueda casarse y pueda tener los derechos que tienen las parejas heterosexuales es totalmente discriminatorio. Tenemos que vivir a la altura de los tiempos, pero sobre todo a la altura de la justicia y el respeto a la dignidad de las personas y a su derecho natural y constitucional de ser feliz», opina el presidente del Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico, Mark Anthony Bimbela.
Por su parte el Arzobispo de San Juan, Roberto González Nieves y la Alianza Católica Puertorriqueña por la Vida y la Patria se sostienen en que toda acción dirigida a reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo «es contraria a las enseñanzas de la Iglesia Católica», además, arguyen que «los políticos católicos están obligados, en modo especial y según la responsabilidad que les es propia, a oponerse al reconocimiento legal de las uniones homosexuales».
Otras organizaciones religiosas como Puerto Rico por la Familia y la Fraternidad Pentecostal parten también del mismo error. Ignoran que en derecho las opiniones fundamentadas en criterios dogmáticos no pueden establecer las normas que rigen al conjunto de la sociedad, al menos en países con sistemas de gobierno laico. En este sentido adquiere relevancia (en el caso local) lo planteado por la jueza del Supremo Sonia Sotomayor cuando reconoce que el derecho al matrimonio forma parte de la Constitución, por lo tanto, si dicho derecho no excluye a las parejas interraciales o las que no puedan tener hijos biológicos, por qué debe excluir a las parejas homosexuales.
Cambian los tiempos, pero las ideas hijas del dogma permanecen inmóviles. Todavía, en pleno siglo XXI, se libran grandes batallas a favor de la igualdad y del reconocimiento de los derechos humanos y civiles de las «inmensas minorías». Pero hasta que no se acabe de reconocer que vivimos en un mundo heterogéneo y diverso será muy difícil terminar con los males generados por la intolerancia. Esperemos que la obstinación no nos ciegue y que la legalidad que se reclama a nombre de esas verdades absolutas no prevalezca sobre el legítimo derecho que tiene toda persona a realizarse y ser feliz.