viernes, 10 de julio de 2015

La curiosidad (no) mató al gato




Eva y la manzana fueron el primer gran

paso en la ciencia experimental.


James Bridle

 

Yo no tengo talentos especiales,

solo soy apasionadamente curioso.


Albert Einstein

 

 

 

Con un movimiento circular del dedo índice derecho conseguí atraer su atención… no hubo resistencia. Ambos, niños y gatos —primates desarrollados y felinos domésticos— ocupan un lugar preponderante en la escala de los seres curiosos. Somos curiosos porque el gusanillo de la curiosidad es un accesorio que traemos instalado en el código genético.

 

El asunto comienza temprano en la infancia. Primero con el olfato y luego con el tacto, hasta que el conjunto de los sentidos sintonizan entre sí y facilitan la tarea de curiosear. Según Matthias Gruber, del laboratorio de Memoria Dinámica de la Universidad de California en Davis «la curiosidad pone al cerebro en un estado tal, que permite aprender y retener cualquier tipo de información, como un remolino que succiona lo que lo motiva a aprender y todo lo que se encuentra cerca».

 

Por su parte la investigadora Andrea Slachevsky del Departamento de Ciencias Neurológicas Oriente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, dice que «la curiosidad lleva a valorizar más las cosas, y eso permite codificar mejor la información y retenerla. Esto se ve en los niños: mientras más motivados están y más interés tienen, aprenden más».

 

Fue la curiosidad mi gran aliada durante la infancia. A veces para salvarme del aburrimiento y en otras ocasiones para meterme en problemas. Era, soy y seguiré siendo extremadamente curioso frente a la insatisfacción que me produce aquello que a primera vista parece no tener explicación. «Encontramos que el azar, el caos y el sinsentido son insatisfactorios. La naturaleza humana aborrece la falta de predictibilidad y la ausencia de sentido», comenta el psicólogo Thomas D. Gilovich. ¿De qué otra manera se puede entrar al mundo, explorarlo y sentirlo sino es indagando y escudriñando? Con toda seguridad no habríamos logrado los adelantos alcanzados en el campo de las ciencias y en el terreno de las ideas si nos faltara el germen de la curiosidad.

 

 Quizá podamos hablar de dos maneras de ser curiosos. Una es la forma más primitiva, la que nos corre por las venas a todos por igual. De esta nos servimos para responder a las necesidades corporales vitales, sobre todo las más imperiosas como el hambre, la sed, el sexo y el juego. Esta forma de curiosear requiere poco esfuerzo intelectual ya que su fin es atender y satisfacer imperativos biológicos. Al otro lado de la balanza se encuentra la inquietud que sí nace del deseo de explorar, de aprender y de cultivar el intelecto. Esta es la curiosidad que nos suple combustible para echar a caminar la imaginación y añadir sabor y emoción a la vida. Es eso que nos ayuda a movernos más allá de la superficie y acceder a niveles profundos de reflexión. «Por lo tanto, el cómo actúa la curiosidad depende del tipo de afectos que la motiva. No es lo mismo si está movida por el amor, la admiración, la simpatía, el deseo de ser igual, la necesidad de defenderse o la rivalidad, los celos o la envidia», señala la psicoanalista Rebeca Grinberg.

 

Considero la curiosidad como nuestro mejor activo didáctico, un ingrediente de primer orden para el desarrollo cognitivo. Ser curioso rinde frutos insospechados. Tener curiosidad intelectual es una cualidad que se aprecia en todos los campos del saber. Precisamente fue Sócrates uno de los primeros condenados a muerte por haber querido explorar más allá de lo establecido por el dogma. También Eva, la que fue creada (curiosa) como su creador, fue desterrada del paraíso por comer y dar de comer del fruto que despertaba la consciencia.

 

Otra leyenda cuenta que el dios Zeus quiso vengarse de Prometeo por hurtar y entregarle a los humanos el fuego, símbolo del conocimiento. Así es que le envío a Pandora con una vasija que una vez abierta derramaría sobre los hombres las mayores miserias. El pobre Prometeo terminó encadenado y torturado por compartir la sabiduría con los mortales. A Pandora, como a Eva, la acusaron de desobediencia y de haber destapado la urna de las desgracias. Así son los dioses, amorosos y vengativos a la vez. No perdonan que se le cuestionen sus misterios. Para nuestra suerte ahora los misterios se explican en el laboratorio.

 

La imaginación, que es hija de la curiosidad, es el instrumento que tenemos los seres humanos para sobrevivir. Así es que sigamos siendo curiosos, porque ni al gato ni a nadie ha matado nunca la curiosidad.